Yo nunca fui de esa clase de chicos que creen en el destino, ¿sabes? para nada.
Nacimos en países alejados que incluso no compartían la misma moneda, pero eso no fue ningún impedimento. A las once de la mañana de aquel lunes, se abrió la puerta de la clase. Aparecieron dos chicas de Europa del este. Una de ellas se sentó en mi mesa de trabajo y tras largos debates, le pasé un trozo de papel invitándolas a ella y a su hermana a una fiesta que se celebraría en unos suburbios cerca de la escuela.
El sol anocheció y me quede completamente solo. Nadie de mis amigos me quiso acompañar a la fiesta. Me senté en la cama entonces.
‘’En el lugar donde estás te rodea gente fantástica que no quiere que te marches; pero quedarte significa que no conocerás a la gente fantástica que te espera en el próximo momento’’.
Partiendo de esa nota subrayada en un libro que se aposentaba en mi mesita de noche, decidí que no podía desaprovechar mi tiempo y me marché a la fiesta.
Allí no conocía a nadie, pero tampoco me importó. Un amable chico portugués me invitó a cuatro copas (y todas las que me tomé mientras se hacía el duro con aquellas chicas italianas). No obstante, no se le pasó por la cabeza que las italianas no necesitan ninguna maniobra de amor, puesto que son chicas fáciles. Aquella noche le saldría un poco cara conmigo a su lado.
Si creyese en el Karma, aquí habría terminado mi historia: me habría castigado con un coma-etílico por haberme aprovechado de una buena persona. Pero afortunadamente no fue así.
‘’En el lugar donde estás te rodea gente fantástica que no quiere que te marches; pero quedarte significa que no conocerás a la gente fantástica que te espera en el próximo momento’’.
Partiendo de esa nota subrayada en un libro que se aposentaba en mi mesita de noche, decidí que no podía desaprovechar mi tiempo y me marché a la fiesta.
Allí no conocía a nadie, pero tampoco me importó. Un amable chico portugués me invitó a cuatro copas (y todas las que me tomé mientras se hacía el duro con aquellas chicas italianas). No obstante, no se le pasó por la cabeza que las italianas no necesitan ninguna maniobra de amor, puesto que son chicas fáciles. Aquella noche le saldría un poco cara conmigo a su lado.
Si creyese en el Karma, aquí habría terminado mi historia: me habría castigado con un coma-etílico por haberme aprovechado de una buena persona. Pero afortunadamente no fue así.
Cada vez sonreía más, quizás por mi estado embriaguez, o quizás por la felicidad que contenía en esos momentos. Me giré a pedir un cigarro y descubrí que aquellos suburbios constaban de unas puertas (bastantes cutres por cierto), pero lo importante fue quien las abrió.
Cuatro piernas dela Europa del este.
Mi embriaguez se multiplicó y minutos más tarde, les pedí que sonrieran a mi cámara tan solo, cuando el metro pasara por encima de aquel suburbio.
Nunca pensé que dos semanas más tarde en ese mismo metro me encontraría junto a una de ellas leyendo manuales de fotografía.
Pero lo que nunca pensé, sería que después de seis meses, la distancia nos mataría.
Y esta es la larga historia por la cual,
no creo en el destino.
Cuatro piernas de
Mi embriaguez se multiplicó y minutos más tarde, les pedí que sonrieran a mi cámara tan solo, cuando el metro pasara por encima de aquel suburbio.
Nunca pensé que dos semanas más tarde en ese mismo metro me encontraría junto a una de ellas leyendo manuales de fotografía.
Pero lo que nunca pensé, sería que después de seis meses, la distancia nos mataría.
Y esta es la larga historia por la cual,
no creo en el destino.
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Pablo Gandía nació en Valencia. Estudia Periodismo y Comunicación Audiovisual en Madrid.
Le gusta la fotografía y está organizando un proyecto llamado French Falcon.
Dejó todo su vida en Madrid para dedicarse a lo que su padre le cedió: el arte.
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